Volver a Lisboa siempre es un regalo para el espíritu y para los sentidos. No sé por qué siempre tengo la sensación de que el tiempo transcurre más despacio estando aquí, que los días son más largos y que me siento como si descubriese la ciudad por primera vez…
Observar durante un buen rato a las gaviotas apostadas sobre estos dos pilares mirando en la misma dirección, como espectadoras de excepción en el atardecer que se cernía sobre la ciudad, me hizo dejar de golpe esas prisas de las últimas horas con los preparativos del viaje, la obsesión por estar pendiente del reloj y todas las obligaciones y preocupaciones que arrastro cada día sobre mis hombros.
De nuevo sentí que me embriagaba el alma la vida portuguesa, y su ritmo fue invadiendo poco a poco mi ser hasta cambiar mi percepción de la realidad, esa que últimamente me hace sentir oprimida por el frenético ritmo de vida que me han o me he impuesto, (no sé muy bien si por mi culpa o porque no me queda otra opción)… Una realidad en la que la rutina y el día a día programado hacen que me olvide de mi misma, y que ni siquiera tenga un momento para sentarme a respirar y a observar lo que me rodea.
Para empezar tomé la decisión de no cargar con la cámara todo el día, y no estar más pendiente de la foto que del momento… Así que este no es un reportaje turístico… Es mi forma personal de pasear por la ciudad…
¿Me acompañas?
Descender por las empinadas cuestas y largas avenidas de Lisboa hasta la Plaza del Comercio es un ritual que repito cada vez que vuelvo a la ciudad. Tras deleitarme con la grandeza de este lugar me gusta parar un buen rato para contemplar la inmensidad del agua que fluye a sus pies, y que ofrece unas preciosas vistas sobre la ribera del Tajo, donde turistas y lugareños se sientan a ver la puesta de sol imitando a las gaviotas…
Día tras día durante mi estancia allí, buscaba un espacio abierto cerca del agua para ver los últimos rayos del sol, y el espectáculo de despedida que cada tarde ofrece sobre el mismo cielo… ¿Cómo es posible que algo tan básico me suponga una auténtica cura? Cada vez iba tomando conciencia de lo que soy (algo de lo que a veces me olvido), de lo que me hace sentir viva, y de lo mucho que necesitaba pararme a sentir y no pensar en nada… solo dejarme llevar por el pausado ritmo de la ciudad y de sus gentes.
Lo bueno de no ser la primera vez que visitaba la ciudad es que no tuve que llevar planificado el viaje, y no necesitaba ver todos y cada uno de los lugares turísticos de la capital porque ya los conocía. Esta vez quería pasear buscando callejuelas sin turistas, en las que sonaban melancólicos fados que se escapaban desde los interiores a la calle, a través de las rendijas de las ventanas abiertas. Y reconocer en la vida sencilla la esencia de un momento feliz e inspirador.
Y sonreir al presenciar escenas como esta en un pequeño balcón, en el que las lugareñas se asomaban como si esperasen la procesión, y cuya reacción al ver la cámara, lejos de apartar la mirada y mirar hacia otro lado, fue la de esbozar una sonrisa… que por supuesto yo les devolví mientras me alejaba saludando con la mano. Tan sencillo como emotivo y divertido…
Y el detalle del gato… que me hizo pensar en lo fácil que es disfrutar de un ratito placentero cada día, y que no sé por qué a mi se me olvida cada día…
Allí estaban los cuatro al sol viendo la vida pasar… sin más.
No podía creerme que en la ciudad inundada de turistas pudiese encontrar escenas como estas. ¡Si hasta los perros se tumban tranquilamente en medio de la calle para descansar! Os aseguro que no fue un momento, permaneció allí un buen rato sin que ni un solo peatón ni vehículo pasase para reclamarle el sitio. Eso no puedo imaginármelo en Madrid…
Así que empecé a mirar hacia los tejados y balcones de las casas, y pude ver como los lisboetas no viven solo de puertas para adentro, sino que abren los balcones y ventanas solo por el mero placer de contemplar la calle vacía, o a los transeúntes que la frecuentan, o sencillamente para tomar el aire y disfrutar de la luz del día…
A cada paso fui descubriendo mil y una fachadas, esas que tan bien representan a la ciudad con su estética tan decadente como bohemia y evocadora.
Fachadas típicas de azulejos azules… abandonadas o habitadas… da igual, ambas con el mismo encanto.
Y bajando los ojos al suelo de nuevo para seguir buscando esas calles vacías, caminando siempre en sentido opuesto a los senderos llenos de gente que visitaban los sitios emblemáticos de la ciudad, pude penderme sin rumbo por las callejuelas empedradas que tanta paz y belleza me aportaban.
Nunca sabes como te vas a sentir cuando viajas. Reconozco que este era un viaje de evasión sin ninguna pretensión… un tiempo para cambiar de aires, para no pensar ni analizar, para caminar, para sonreír e incluso para llorar… Si para llorar… Para soltar lastre… sin motivo aparente… por puro y sincero consuelo al sentir recuperada la calma del alma, la paciencia, la lentitud, la sensación de sentirse viva en ese preciso momento, la falta de control sobre cada minuto del día… dejándome llevar por el presente… libremente, y recuperando la conciencia sobre uno mismo, sobre lo que uno es sin más… olvidando lo que ha sido o lo que quiere llegar a ser.
Encontraba sorpresas a cada momento, escondidas tiendas de vinilos en las que sonaba un blues, de antiguos oficios artesanos junto con diseñadores emergentes, pequeños restaurantes con auténticas delicias culinarias típicas portuguesas, negocios que parecen perdurar a lo largo del tiempo y que en Madrid vemos cerrar en cada esquina. Aquí pocos lugares permanecían cerrados y no encontré ni un solo cartel de se vende o se alquila… y no estaba precisamente en la zona más comercial de la ciudad, pero creo que los portugueses saben valorar y cuidar lo que tienen, y ahí estriba precisamente su encanto, en que no hacen alarde de grandes reformas, ni recursos constructivos para tener fachadas impecables, pero en sus interiores albergan auténticos tesoros.
Dos claros ejemplos de esta forma de ver y entender la ciudad comercialmente hablando son: A Vida Portuguesa, (un referente Portugal cuya tienda os mostré en un post anterior), y Bike POP, ambos ubicados en antiguos edificios con preciosas fachadas, que han recuperado y vuelven a lucir en todo su esplendor. Para ello han sabido conjugar tradición y modernidad, manteniendo prácticamente sin alteración la esencia de los locales, y desarrollando en ellos una nueva actividad que crea riqueza para la ciudad, y que sirve de inspiración para muchos otros.
Y así fueron transcurriendo los días en la ciudad entre calles y anécdotas, mecidos por el sonido de la vida lisboeta y alimentados por su deliciosa gastronomía. Sin pensar en si era una felicidad a punto de extinguirse por culpa del paso del tiempo, que aquí había conseguido detenerse.
Descubriendo detrás de cualquier esquina un precioso mirador con vistas al infinito, en el que descubrir la belleza de la ciudad, de la que tanto se habla y tanto se ha escrito…
Sin olvidar visitas obligadas como la Librería Bertrand Bookshop, la más antigua de Portugal. Lugares en los que perderse y de los que cuesta salir… perfectamente ordenados, limpios y atendidos por amables dependientes, con la suficiente paciencia como para no parar hasta encontrar lo que uno andaba buscando. Tan inusual en lugares tan frecuentados que me parece digno de reseñar.
O la zona de Belém con el Monasterio de los Jerónimos, el impresionante Monumento a Colón, y sus famosos pastelitos, de los que no pude evitar la tentación de llevarme para seguir degustando durante el camino de vuelta al centro de Lisboa.
Y así utilizando medios de transporte impensables en cualquier otra ciudad, como el tranvía o el elevador de Santa Justa (1902), fui deambulando de un lado al otro de la misma para redescubrirla y disfrutarla como nunca.
Y mientras la primavera asomaba en cada rincón, fueron pasando las horas de unos días intensos que me devolvieron las sensaciones perdidas con respecto a la realidad, que me sacaron del letargo y me dieron una perspectiva de las cosas que, sin darme cuenta, con el paso de los años, había perdido. Una vuelta a la esencia de las cosas sencillas… Aprendí a recuperar el tiempo precisamente olvidándome de él… A volver a tener ilusión por hacer fotos y escribir por gusto y no por obligación… sin pretensiones… sin tener que contar cosas importantes… solo por el deleite de compartir sensaciones, que igual que yo, muchas otras personas sienten al visitar esta ciudad.
Los adoquines y sus artísticos dibujos de mosaico, las rejas, faroles, puertas, ventanas y balcones de las fachadas, las tiendas y callejuelas, y la luz de la ciudad que alumbró estos días, fueron testigos de mis andanzas por la ciudad de Lisboa, y su huella permanece en mí tan viva como recuerdo sentirla allí.
Y ahora cuando me despisto y caigo de nuevo en los brazos de la rutina, las prisas y el estrés, queriendo hacer mil cosas a la vez sin disfrutar de ninguna de ellas, intento parar, aunque sea tan solo un minuto, y cerrar los ojos para rememorar esas sensaciones… para no olvidar lo que aprendí: Que solo cuenta el momento, que el tiempo en la vida se escapa y si no lo valoras lo pierdes. Y que las cosas que verdaderamente importan son las que nos hacen esbozar una sonrisa cuando pensamos en ellas…y este viaje para mí ha sido una de ellas.
Sin quererlo, buscarlo, ni saberlo, me encontré de nuevo conmigo misma, sin hacer absolutamente nada, sin ni siquiera pararme a pensar… tan solo dejándome llevar por el momento y el ritmo de la ciudad, y descubriendo que puede haber un músico tocando para ti a la vuelta de cualquier esquina, que emocione tu alma y te haga sentir de nuevo la ilusión de querer seguir adelante, pensando que aún te quedan muchas cosas bonitas por vivir.
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Wow I want to go. Lisbon looks beautiful. Wanted to go for a long time . Great pictures.
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Thank you. Is a beautiful place.
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